cruzarse-relato-corto
Luisa Peña Herrero

Luisa Peña Herrero

¿Y si das el paso y te acercas a esa persona que te cruzas a diario?

Es muy probable: en algún momento de tu vida te has encontrado  —calle, metro, ascensor, supermercado—  con una persona que te ha llamado mucho la atención; alguien en quien fijaste tu mirada durante varios segundos por su atractivo físico o por la sensación extraña que te había despertado.

¿Sí? ¿Te ha ocurrido? Entonces comprenderás esta historia en la que el cruce no fue único, sino que se repitió un largo periodo de tiempo.

Todas las mañanas hacía el mismo camino para ir al trabajo. No importaba el frío, la lluvia o los sofocantes días de verano. Era fiel a mi rutina de atravesar las calles que unen la plaza de Tirso de Molina, donde compartía piso, y la glorieta de Bilbao, lugar en el que estaba mi oficina. En este amplio tramo solía coincidir a diario con caras que a fuerza de verlas me resultaban conocidas: la señora sonriente de pelo corto, el hombre del chándal rojo y barba espesa y blanca, el tipo que no escatima en colonia, la joven vintage que jamás repite zapatos y él; el chico moreno, con auriculares, sudaderas de colores y una bolsa de tupper que me despertaba una curiosidad desmesurada.

Los primeros meses se me antojaba divertido, él yendo en una dirección y yo en otra, cruzándonos a la misma hora —sobre las ocho y veinte— en la calle Fuencarral.   Mi juego principal era imaginar cuál sería su trabajo, y llegué a estar totalmente convencida de que «el chico de Fuencarral», como acabé denominándolo, era publicista. No sé si me condujo a esa idea su indumentaria, su formar de andar o el halo místico que le rodeaba, pero para mí en su paseo matutino se dirigía a una agencia en la que ejercía como creativo.

La historia se repetía una y otra vez: lo divisaba a lo lejos, reconocía su bolsa del tupper tambaleándose al ritmo de sus pasos acelerados. Nos acercábamos sin pausa, y él se situaba justo enfrente de mí. Al pasar por al lado, nos mirábamos directamente a los ojos.

Y nada más. Un cruce eterno de miradas, un choque visual, un contacto de apenas tres o cuatro segundos que no culminaba. Conforme avanzaban las semanas, mis ganas de entablar una conversación con él aumentaban. El dilema era: ¿cómo acercarse a alguien que no conoces sin que piense que estás invadiendo su intimidad?

Ante esta tesitura y para dejar de fantasear, ideé una estrategia para cumplir mi objetivo de manera sutil. ¿Qué opción sería la más adecuada?

1. «Escribir en un post it mi número de teléfono» — Sí, ya. ¿Le das un golpecito suave en el brazo y le susurras toma, para ti? Descartado.

2. «¿Me podrías decir la hora, por favor? ¿Sabes dónde está el BBVA más cercano?». — Claro, en este mundo analógico, sin móviles ni Google Maps es una pregunta de lo más habitual. Y, ya de paso, continúa con un hambriento «¿Desayunamos juntos?». Siguiente.

3. «¡Hola! ¡Buenos días! ¡Hasta luego!» — ¿El típico saludo cordial? Y si me responde «adiós», ¿qué cara se me queda?

4. Sin articular palabra: basta con dejar caer a modo comedia romántica americana folios y más folios, o libros interesantes para que aprecie tu cultura. Otra tentadora opción es vaciar el bolso entero y así te aseguras estar toda la mañana a su lado recogiendo la porquería acumulada. Demasiado cliché.

5. ¡Ya sé! Chocarme. Si casi nos rozamos a diario, sobre todo con los ojos, ¿qué más da un suave empujón? Tampoco me fascina el plan, únicamente daría lugar a un «¡Lo siento!», y él pensaría «es un poco torpe».

Tras la búsqueda intensiva de pros y contras de este sinfín de ideas tontas e infantiles, preferí pensar en el contexto, en la situación. ¿Cuál es la forma más común de abordar a alguien por la calle? Incitando a la colaboración con una ONG, y no es el caso, o pidiéndole fuego. ¡Eso es! «Perdona, ¿tienes fuego?». Pregunta con la que no irrumpes de manera violenta, ideal para dar imagen de persona educada, tranquila, civilizada y… ¿adicta al tabaco? ¡Mal! De cualquier modo, es posible que no fume. Fuera.

Mientras tanto, continuábamos cruzándonos, por supuesto. En ocasiones apretaba los labios para que no se me escapara un «hola». Medité sobre el punto en el que me encontraba y consideré que como por vergüenza, miedo al rechazo o/y al ridículo no era capaz de dar el paso, lo mejor era aguardar a que el chico de Fuencarral tomase la iniciativa. Yo me dedicaría en exclusiva a proyectar con mi mirada las ganas que sentía. ¿Se las transmitiría?

Solamente había olvidado atender a un pequeño y notable detalle que me despertó abruptamente de mi ensueño: ¿Y si tenía pareja o estaba casado? ¿Y si me observaba con interés nulo?

Aquel día de lluvia salí de dudas. Era más temprano que de costumbre, las gotas azotaban con vehemencia y yo, como formo parte de ese colectivo al que le da pereza esconderse tras ese objeto poco práctico que se vuelve con el viento, iba tapada con la capucha del chaquetón.

Me costó reconocerlo debajo de un paraguas negro de propaganda. ¡Menos mal que sus andares eran inconfundibles! Lo que me sorprendió fue ver que detrás de él, muy cerca, un paraguas fucsia, bastante hortera, cubría a una chica rubia con gafas redondas, de esas que están tan de moda. ¿Cómo? Me asusté. ¿Estaba presentándome a su novia? No me detuve a comprobar si había intentado mantener nuestro ansiado contacto visual. Se me olvidó hasta parpadear. Para mí, en calle Fuencarral solo estábamos ella y yo. Traté de comprobar si movía los labios y hablaba con él, gesto inequívoco de que iban juntos.

Sobra explayarme describiendo cómo me sentí: una desilusión pasmosa, un golpe de decepcionante realidad. ¡Con la de tiempo que había dedicado a idealizar nuestro intercambio de palabras! Hay quien ante un duelo amoroso rompe cartas, deposita regalos en la basura o borra conversaciones de WhatsApp. Yo las siguientes mañanas cogí el metro; al menos hasta que cicatrizara mi tontería.

Una tarde volviendo a casa en un vagón abarrotado y maloliente del metro, tuve una intuición al llegar a la estación de Tribunal: «Bájate, que te lo vas a encontrar». ¿Pensamiento absurdo? ¿Premoniciones dignas de ser plasmadas en el horóscopo? No sé, no tuve tiempo de digerir semejante propuesta de mi subconsciente.

—Dejadme pasar, por favor —me escuché decir a los pasajeros que colapsaban la salida.

En cuanto se cerraron las puertas me acribillé a reproches: «¿Tú estás bien? ¿Sabes que te quedan unos veinte minutos esquivando compradores compulsivos por Fuencarral para llegar a casa? ¿Crees de verdad que tu vida es una película? ¡Menuda estupidez! Ahora como castigo te aguantas y vas lo más rápido que puedas, a ver si así al menos te sirve y te ahorras el gimnasio».

Anduve ensimismada, pero ¡cuánto echaba en falta pasear! Durante la caminata reflexioné: por nada ni por nadie iba a erradicar mi rutina mañanera, esa que me aportaba energía suficiente para enfrentarme al resto de la jornada. Cuando estaba a punto de olvidar la finalidad de haberme bajado tres paradas antes, percibí un movimiento rítmico a lo lejos. «¡No! ¡No puede ser!» Entrecerré los ojos para ajustar la visión. ¡El chico de Fuencarral con su bolsa del tupper a lo lejos! Me paré en seco. Respiré. Esto sí que era una señal. ¿Le echo valor? No hay nada que perder, es un completo desconocido, si me ignora añadiré la anécdota a mi colección de historias surrealistas.

Me aproximé con disimulo, camuflándome entre los transeúntes, hasta llegar a su lado. Nerviosa y con excesivo color en las mejillas, formulé una frase sincera, natural y nada estudiada.

—Sé que esto te puede parecer un tanto raro o extraño… Te veo todas las mañanas, bueno supongo que tú a mí también, y me has llamado la atención. No quiero que esto te resulte incómodo o violento, no sé qué será de tu vida, pero si quieres podemos tomarnos un café. —Solté el aire contenido—. Aunque a decir verdad preferiría una cerveza, vamos, porque me gusta más. En fin, me estoy liando. No sé.

Sus ojos me observaban impresionados. No arrancaba a hablar.

—Sal corriendo si quieres, no voy a ir detrás —añadí para destensar la situación.

—¡Qué dices! —respondió—. Es que no me lo esperaba, me has dejado en ¿shock? Claro que me he fijado en ti, a diario, y lo habrás notado. ¿Pero cómo iba a acercarme? La probabilidad de que pensases que estaba loco era alta.

— ¡Ay! Esto es rarísimo.

—Más bien, surrealista. ¡Ah! Yo también soy más de cerveza.

Con el corazón aún desestabilizado respiré hondo para dejar de temblar. Estaba contenta, y no por haberlo conocido al fin, sino por haberme atrevido, por ser capaz y no quedarme con la duda. Nunca sabes qué se le está pasando a la otra persona por la cabeza, así que al menos, exterioriza lo que piensas tú y, lo demás, qué más da.

¡Compártelo!