

Luisa Peña Herrero
Efectos de atracción
- octubre 12, 2021
- , 5:50 pm
- , Relatos Cortos
—Ya hablamos. —Me despedí mientras cerraba de un golpe la puerta del piso.
Se acabó. C’est fini. Necesitaba con urgencia un détox de hombres. Recorrí el largo pasillo que desemboca en mi habitación enumerando en una lista mental los últimos chicos que habían transitado mi casa: el vecino del sexto, el guía del museo, aquel del metro, el del autobús, el que quería captarme para colaborar con su ONG, el del semáforo, el taxista, el profesor y este último de la panadería…
Nueve. Nueve polvos inesperados, un par exquisitos, cuatro estándar y tres bajo la maldición del gatillazo por «ponte el preservativo». Dejé constancia en mi libreta de ligues, anotando una palabra descriptiva para lograr acordarme de cada uno, regla mnemotécnica imprescindible desde que alcancé los ciento cincuenta.
Intenté descifrar cómo me sentía: fría, muy fría, pero con la piel iluminada y el ego derramando champán por las nubes. Ninguno me había conmovido; nada, ni un ápice. Mis sentimientos rígidos, contraponiéndose a la elasticidad de mis piernas.
Comenzaron a atosigarme las partículas del aire, densas y viciadas. Abrí la ventana para purificarme y mis ojos se chocaron con un punto amarillo que coronaba la cabeza de mi vecino del sexto. ¿Amarillo? ¡Si su punto era de los más rojos con los que me había cruzado! Además, cuando nos enrollamos me confesó que había logrado desestabilizar su rutina de «yo no quiero compromiso», ¿qué estaba sucediendo?
Agitó su mano en señal de «hola» y desapareció de mi campo de visión. Me miré en el espejo: los labios ligeramente hinchados, las mejillas iluminadas. Sí, estaba guapa. ¿Entonces? ¿Por qué su punto no brillaba con el rojo intenso de costumbre?
Bajé a la calle para cerciorarme de que no era yo la que fallaba. Cuatro puntos rojos iluminaron como una aureola a los primeros cuatro tíos con los que me crucé. Perfecto, quieren acostarse conmigo. ¿Y por qué él no?
Continué caminando y cinco puntos rojos más conté. Estaba pletórica, incluso uno que apretaba la mano de su novia emitió un punto carmín cuando choqué mi mirada con la suya. Las maravillas del contacto visual.
Deshice mis pasos y regresé a mi habitación para probar de nuevo suerte con el vecino, y esta vez utilicé un pinta labios rojo mate con la intención de que el color se reflejase en su punto. Contemplando el patio interior lleno de sábanas, toallas y calzoncillos esperé y esperé a que volviese a aparecer. Qué impotencia. Nuestro polvo fue uno de los exquisitos, ¿con el punto amarillo quería decirme que pasaba de mí, que ya no le atraía?
Por el sonido de su silbido supe que entraba en el cuarto. ¿Rojo o amarillo, rojo o amarillo? Era peor que deshojar una margarita. ¡Bien! Rojo y sin parpadear. Era consciente de haber pronunciado c’est fini, pero mi dieta de hombres se aplazaba al lunes. Le sonreí, me sonrió. «¿Te subes un rato?» y un polvo feroz.
Lo terrible vino justo después: el rojo, antes cegador, se redujo a un tono amarillo pálido.
—¿Estás bien?— le pregunté posando suavemente los dedos sobre su brazo.
—¡Cómo no! —Me acarició la barbilla—. Perdona, no es mi intención echarte, pero tengo una lista interminable de asuntos pendientes… ¿Nos vemos mejor otro día?
Asentí en silencio y despegué las sábanas de mi cuerpo. El maldito resplandor amarillo proyectó su sombra sobre mi pecho desnudo.
Me desconcertaba, me irritaba, me resultaba inevitable pensar en él. Las siete horas de sueño empañadas por la incertidumbre que me generaba su maldito punto amarillo. Cuando nos conocimos, su pronta revelación de amor hacia mí me causó rechazo. Y ahora… ahora quería hacerle el amor día y noche y recrearme con nuestros orgasmos.
Al día siguiente calculé la hora en la que salía hacia el trabajo para coincidir con él en las escaleras. Sus ojos sobresaltados y mi cara sin color, exactamente igual que el punto que lo acompañaba. ¿Era un juego? ¿Había conocido a otra que acaparaba la atención que antes depositaba en mí?
Bajé apresurada los escalones para perderme en el jaleo de las aceras. ¿Por qué me afectaba su indiferencia? ¿Era un capricho motivado por su desdén o realmente mis sentimientos congelados habían empezado a derretirse? Anduve con la atención extraviada, pensando una y otra vez en él, detestando cualquier punto rojo que me asaltaba. ¿Por qué ellos se encendían y él no?
La incertidumbre invadió cada milímetro de mi cerebro y, guiada por el impulso frenético de obtener respuestas rápidas, por la noche llamé a su timbre.
—No suelo hacer este tipo de preguntas pero, por favor, sé sincero.
—¿A qué viene esto? —alzó la voz.
—¿Es que ya no te atraigo? —Las palabras se tambalearon en mi lengua.
—¡Yo qué sé! Yo no entiendo nada en absoluto. Llegué a sentir por ti, ya lo sabes, pero noto que mi cuerpo te rechaza. Mi instinto me impide desarrollar sentimientos profundos, he alcanzado el tope, me es imposible avanzar. — Agitó las manos con impotencia—. Creo que los vínculos afectivos solo atan y te reducen, nos volvemos dependientes. ¿Cómo me limito y me centro en ti sabiendo que habrá infinitas chicas que emitan un punto rojo al verme?—Sus pupilas se agrandaron—. Y que tal vez sean mejores para mí…
—¿Con esto me quieres decir que eres incapaz de deshacerte de la tentación? —pregunté con cierta suspicacia.
—Es que somos libres, ¿sabes? ¡Libres! Y mi cuerpo es consciente, por eso no me deja sentir.
Arrugué la nariz decepcionada con su respuesta. Él, indiferente, se dio la vuelta y entró en su piso. Mis pies, adheridos al suelo, no se movían de su felpudo. Me esforcé para expulsar alguna lágrima. Nada. Me esforcé más. Nada. Palpé el móvil en mi bolsillo y busqué el número del panadero al que despaché asegurándole que ya hablaríamos.
De nuevo posponiendo la dieta. Mi libido aumentó tan solo al imaginarme el gigante punto rojo con el que este tío me recibiría. Porque sería rojo, ¿verdad?