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Luisa Peña Herrero

Luisa Peña Herrero

Una gabardina roja

Una historia sobre la compasión, la humanidad y la salud mental.

Era martes, hacía frío y el sol aún se desperezaba. Di un portazo al salir de casa para ver si así despertaba a algún vecino perezoso y lo primero que me encontré fue a la chica de la gabardina roja. Las manos en los bolsillos, el pelo enmarañado, la espalda encorvada, ¿por qué tenía la vista fija hacia el suelo? Qué intrigante, de verdad. Pensé en acercarme y ofrecerle la tarjeta de mi psicóloga, o, bueno, de mi centro de rayos uva, porque su piel blanca rozaba lo enfermizo.

El caso, que estaba delante de mí y me impedía cruzar. Entonces me alteré más de lo habitual con su parsimonia y, al adelantarla, me giré para soltarle algún improperio. No pude pronunciar palabra: sus ojos eran tan grandes y expresaban tanta angustia que sentí miedo. Sí, miedo. No sé cómo serán los síntomas del típico «loca de remate», pero podrían describirlos con una foto de esta mujer. Y como en otra vida fui detective, seguro, en lugar de dirigirme al autobús, preferí perseguirla hasta el metro. Tardaría más en llegar al trabajo, ¿y qué? Llamémosle pena, compasión o pura curiosidad, una voz me susurraba: «Síguela».

Al bajar las escaleras comprobé que no era una percepción mía, el resto de transeúntes volvían la cabeza para observarla. Hacia la línea 7 me llevó mi intrépida aventura. Menos mal, apenas me desviaba. Si no ya sería cómico: «Una loca de remate perseguida por otra aún más loca», imaginé el titular al más puro estilo elmundotoday.

Como un fantasma, iba golpeándose con quienes gruñían al chocarse con ella. De repente, cubrió su rostro con las manos y emitió unos sonidos graves. Muy despacio, como guiada por un ensueño caótico, se acercó al filo de la vía y se sentó. ¡Se sentó! Cinco minutos le quedaban al metro. ¡Esta señora se quiere suicidar! ¿Quién me mandaba a mí inmiscuirme donde no me llaman? Como si no tuviese suficiente adrenalina con llegar a fin de mes con mi sueldo de mileurista y encontrar novio entre los babosos que se me acercan por la noche.

Nadie reaccionaba, solo se oía un murmullo colectivo, y el metro a puntito de arramblar con la de la gabardina roja. ¿Qué clase de humanidad era esa?

—A ver, ¿dónde está la persona de seguridad? —grité mientras la señalaba—. ¿Aquí no se va a hacer nada por esa mujer?

—¡Sí, claro! Para que me tire con ella, no sería la primera vez que sucede algo así —respondió una señora con gafas.

Un jovencito, bastante guapo por cierto (ya he dicho que necesito un novio), se acercó al filo e intentó hablar con ella.

—Por favor, aléjese de la vía, deme la mano.

Ella seguía agazapada, sin contestar, envuelta en su gabardina roja.

Entré en pánico: dos minutos marcaba la pantalla. Subí corriendo las escaleras para pedir auxilio.

—Tranquila, pasa a menudo —me dijo el supuesto encargado de velar por la seguridad en el metro.

Fue una escena horrible: la mujer aferrándose al suelo, dos hombres bien fornidos la levantaron y la apoyaron contra la pared.

—¡Dejadme que haga lo que quiera con mi vida! —Se escuchaba entre sus alaridos—. ¡Esto es un país libre!

Se me saltaron las lágrimas. Parecía un episodio de película, pero era real. Una sociedad impasible, un miedo generalizado, falta absoluta de ayuda a quien más lo necesitaba. El suicidio, o su amago, como algo cotidiano y no merecedor de un sobresalto.

No he vuelto a encontrármela más. Aunque admito que sigo teniendo fijación por las gabardinas rojas. Quizá algún día me compre una. Cuando le cuento lo que sucedió a mis amigas siempre terminan sacándole el lado positivo: «Siéntete bien, puedes presumir de que has salvado una vida». Y yo me pregunto, ¿la salvé?

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