

Luisa Peña Herrero
Referentes literarias de hoy: Laura Freixas, una autobiografía universal
Encontrar referentes es un alivio. Mujeres y escritoras como tú.
Me acerco a ellas ilusionada y temerosa, por si se desvanecen como una estrella fugaz. Pero no, siguen ahí, luceros en el cielo azul oscuro, emitiendo destellos que me llevan hacia sus palabras: incomprensión, angustia, disyuntivas, incertidumbre, rebeldía. Porque todo es más difícil siendo mujer, y la literatura no iba a ser una excepción (ah, ¿pero cómo?, si las mujeres leen más que los hombres). Busco consuelo en sus reflexiones, ellas ya han pasado por esto, la crisis por oponerse a las coordenadas en las que nos ubican al nacer. Asiento con la cabeza cada segundo, ¡justo eso me ocurre a mí! Me muerdo los labios, febril el corazón. Mis heridas ardiendo y su bálsamo las enfría, ¡por fin!, ¡por fin!
Así me sentí cuando descubrí a Laura Freixas (Barcelona, 1958), escritora, editora, traductora, crítica literaria, brava, sabia, honesta, real. Ha publicado novelas como Los otros son más felices (2011), Entre amigas (1998), Amor o lo que sea (2005); ensayos y relatos, Literatura y mujeres (2000) y Cuentos a los cuarenta (2001); y obras autobiográficas y diarios: Una vida subterránea. Diario 1991-1994 (2019), Todos llevan máscara. Diario 1995-1996 (2018), Saber quién soy. Diario 1997-1999 (2021), A mí no me iba a pasar (2019) y Qué hacemos con Lolita. Argumentos y batallas en torno a las mujeres y la cultura (2022). Además, de 2009 a 2017 presidió Clásicas y Modernas, una asociación para la igualdad de hombres y mujeres en la cultura.
Leer sus libros autobiográficos fue como reconocerme en un cristal mientras paseo. Confusión repentina, pararme y retroceder, la certeza de que es mi reflejo. ¿Era posible aquello? ¿Podía ahondar más en mí misma a través de las experiencias de otra mujer, otra escritora? Desde la más absoluta admiración, le propuse tomar un café. Y aceptó.

Quedamos en el Café Gijón, lugar emblemático que custodia los ecos de las voces de tantos escritores e intelectuales (casi todos hombres, con bigote, repeinados). Pero allí estamos ella y yo —ahora sí, ¡por fin!, escritoras—, sentadas junto a la ventana, conversando sobre autobiografía y autoras, muchas autoras, para que sus nombres se impregnen en aquellas paredes.
Laura es maestra en autenticidad. ¿Cómo se desnuda al escribir autobiografía y a la vez ignora el miedo a recibir críticas? Es curioso, me dice, mis libros autobiográficos apenas reciben críticas; creo que los críticos no sabe muy bien qué hacer con ellos, dónde ubicarlos, qué marco conceptual hay que aplicar para juzgarlos. Reconoce que antes estaba expuesta a la validación de los demás, pero con los años confía en su propio criterio, y en su propia severidad, que no es poca, dice, para decidir si una obra suya es buena o no. Además, me da un consejo para escribir experiencias desde la más pura verdad: Deja que pase el tiempo, hazlo cuando ya lo hayas superado.
¿Y de tus libros, cuál prefieres?, le pregunto, y me confiesa que de las autobiografías, su favorita es A mí no me iba a pasar, y de las novelas, Los otros son más felices. ¿Qué hay de autobiográfico en tus obras de ficción?, continúo. Bastante, pero no tanto como la gente cree, me aclara, las lectoras o lectores te identifican con un personaje u otro, por ejemplo, con Tina o Eli en Entre amigas, pero yo soy un poco de todo, una mezcla. En A mí no me iba a pasar reconoce que cuando escribe novelas, pone sus pensamientos en boca de personajes que sería impensable asociar a ella, como un hombre mayor, inglés, en Último domingo en Londres, por ejemplo.
Uno de los temas que más expone en sus conferencias y charlas es la universalidad de las novelas, porque la recepción de la literatura escrita por mujeres está cargada de prejuicios. Lo que califican como femenino se considera menos universal que lo masculino (e incluso de peor calidad), porque el ser humano se asocia al hombre de forma casi exclusiva. ¿Hasta cuándo se va a considerar que la escritura de una mujer no es universal? Laura responde serena y firme: las novelas de las escritoras sí son universales. Puntualiza que la principal diferencia entre unos y otros, además del peso biológico, histórico y cultural, es el imaginario de cada uno, pues está ligado a su forma de vivir, ver y entender el mundo.

Cuando trabajó como editora, contribuyó a darle visibilidad a muchas autoras que en España no eran conocidas, como Clarice Lispector (de quien tiene predilección por los cuentos) y Elfriede Jelinek (que años más tarde ganó el Premio Nobel). Entonces me viene a la mente una frase que escuché hace poco y le pido opinión: «Los grandes escritores de éxito, que se encierran meses a escribir su obra, tienen siempre a una mujer detrás que les hace la comida». ¡Ah! El genio y la musa…, suspira, la representación de la sociedad patriarcal.
Como explica en su charla sobre Sylvia Plath, «Un genio suele ir acompañado de una musa, es habitual que a medida que ellos van teniendo más éxito, vayan cambiando sus parejas por mujeres cada vez más jóvenes y menos iguales, menos rivales, menos interlocutoras, más a su servicio. De esto hay muchos ejemplos como Herman Hesse, Ted Hughes, Cortázar… ¿Y las genias, tienen muso? No conocemos parejas así». Me cuenta como anécdota que, por ejemplo, cuando Vargas Llosa vivía tan bohemio en su pisito pequeño y con ratas en Londres, era Patricia la que se ocupaba de limpiar, de que los niños no hicieran ruido… y de perseguir a las ratas. Y claro, en la escritura, o cualquier otro tipo de arte que requiera entrega absoluta, es mucho más sencillo si los quehaceres cotidianos recaen en otra persona, así al artista se le exime de estas banalidades para que fluya, sin obstáculos, el poder de la creación.

Laura escribe desde que tiene uso de razón. Le pido que me dé alguna pincelada de su relación infancia-escritura y comparte conmigo un recuerdo: conserva una foto de cuando tenía seis años y estaba escribiendo; incluso recuerdo qué escribía: un cuento titulado El sol. Se aficionó a los diarios (¡y menos mal!) por su vida itinerante: Barcelona, París, Bradford y Southampton (Reino Unido), otra vez Barcelona, París, Madrid… Explica que los diarios también son comunes en los exiliados. Son una forma de encontrar el centro, la guía, la estabilidad. Entender, desahogar.
Pienso en ella frente a la hoja en blanco. Me aparece una imagen nítida: miles de letras revoloteando, iluminadas, como partículas danzando en un rayo de sol, se mezclan y forman palabras en francés, en español… Vuelvo al presente y me atrevo a indagar sobre esta cuestión tan íntima: ¿Me puedes contar cómo es tu proceso de escritura? Señala el cristal y me giro. A unos pasos del Café Gijón, se alza la silueta de la Biblioteca Nacional. Allí, acompañada del silencio y la penumbra, se fraguan las ideas.
Tenemos mucho en común, así lo presiento, y esto se materializa entre nuestras tazas de café al nombrar a las queridas escritoras que iniciaron el camino. Sylvia Plath (mi favorita, y Laura se refiere a ella como el mejor ejemplo de los problemas a los que se enfrenta una escritora), Virginia Woolf (recomiendo esta charla de Laura), Emily Dickinson (y esta otra), Simone de Beauvoir, Margaret Atwood, Annie Ernaux (a Laura le inspiró La mujer helada para escribir A mí no me iba a pasar), Ana María Matute, Carmen Martín Gaite… Y son tantas que me quedo en blanco, absorta, abrumada, no quiero olvidarme de ninguna, y se van haciendo presentes al pronunciar sus nombres y apellidos, y mi único deseo es unirme a todas ellas, nuestras referentes.
Después de casi una hora nos despedimos, y espero que se repita otro encuentro tan cercano y natural para alimentar el alma de mujer y de escritora.
